domingo, 20 de mayo de 2007

Expedición a las Indias (1).

No puedo explicar qué es lo que me ha impulsado a emprender tan arriesgado viaje. Tal vez sea el afán de nuevos descubrimientos, la busqueda de las increibles riquezas de las que hablan otros navegantes, o la curiosidad por comprobar la realidad de las extrañas criaturas que dicen que pueblan aquellas costas. ¿Quién no ha oido hablar de los peligrosos goblins de las junglas de Basora, o de las Sirenas y Espectros que dicen que habitan en los alrededores de Bombay?

Sea por lo que fuere, lo cierto es que, tras preparar convenientemente mi embarcación y reclutar una tripulación de valientes dispuestos a seguirme hasta el fin del mundo (siempre que no deje de abonarles una buena cantidad de piezas de a ocho para despilfarrar en toda mugrosa taberna que encuentran, malditas sanguijuelas!), levamos las anclas de mi Mota Negra y puse rumbo a lo desconocido.

Siguiendo los pasos de aquellos intrépidos navegantes como Bartolomeu Dias y Vasco de Gama, dejamos atrás nuestro amado estrecho de Gibraltar, y seguimos la costa africana costeando siempre con rumbo sur. Nuestras velas, enchidas por los cálidos vientos de aquellas latitudes pronto nos condujeron a las Islas Canarias, donde hicimos nuestra primera escala. Dakar, Accra y Luanda fueron las siguientes poblaciones que aparecieron ante nuestra proa. Exóticos destinos donde pudimos comprobar la existencia de mercados con valiosas mercancías que sin duda nos harán recalar de nuevo en el futuro con propositos comerciales.


De nuevo al sur. La costa africana desfilaba ante nuestros ojos, hermosa e impasible ante la fatiga que cada vez castigaba más y más a mi tripulación. Y por fin, en una noche clara en la que la luna iluminaba como un faro las aguas desconocidas, surgió ante nuestros ojos cuando menos lo esperábamos el ansiado Cabo de Buena Esperanza. No tengo palabras para relatar el júbilo con que dicho acontecimiento fue celebrado a bordo, y como las voces de mi tripulación resonaban en aquellos australes acantilados, entonando canciones de alabanza a su lejana patria.

Como recompensa a tamaña proeza, y a fin de lograr el merecido descanso que todos necesitabamos, pusimos rumbo a ciudad El Cabo, donde atracamos y concedí unos días de permiso a mis tripulantes, a los que ví desaparecer uno tras otro en las puerta de la taberna, en busca sin duda de nuevos conocimientos acerca de los usos y costumbres de la zona, como es su obligación de insaciables descubridores.

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