domingo, 3 de junio de 2007

Expedición a las Indias 4: Bombay.

La última etapa de este asombroso viaje, que desde hace unas semanas me afano en relatar a tan escogidos lectores, nos llevó por fin a tocar tierra en uno de los principales puertos de la lejana India, en la ciudad de Bombay. Tambien conocida como Mumbay, su nombre deriva de la poderosa Diosa local Mumba Devi, en cuyo honor se yergue un templo de indescriptible belleza en pleno centro de la urbe, cuya visión sorprende y maravilla por igual a aquellos ojos occidentales que alcanzan la dicha de su contemplación.

Pero lo más extraordinario de mi estancia en Bombay no me ocurrió entre sus propios muros, sino que tuvo lugar en mis exploraciones de sus alrededores. Tras seguir unos misteriosos senderos, alcancé unas escalinatas tras las que se levanta sin duda una de las maravillas del mundo conocido: el Taj Mahal. (El misterio de estos senderos radica en que su trazado debe formar algún tipo de bucle espacio-tiempo, teniendo en cuenta que Bombay está a una distancia de Agra, donde se levanta este prodigio, de 1.204 Km, y mi paseo duró tan solo unos minutos!!!)

Cuando, con paso trémulo comencé a subir las escaleras absorto en la contemplación de tales maravillas, fuí atacado por unos viejos conocidos. Como en casi todos los lugares de interés arqueológico de este planeta, los secuaces de la maldita hermandad de los saqueadores de tumbas acechan para asegurarse el ser los únicos que accedan a los tesoros que en ellos se ocultan. Afortunadamente, tuve el placer de conocer a un subdito Noruego, R. Christensen, que, hallándose en mis mismas circunstancias, me brindó su ayuda para batirnos, hombro con hombro contra aquellas alimañas carroñeras.

El combate, sin cuartel, fué extenuante para ambos. Pero la fortuna sonrie a los que perseveran, y uno a uno, todos los atacantes fueron cayendo bajo el mortífero filo de nuestros sables. Entonces, libres ya del acoso de aquellos salteadores, ascendimos por fin hasta el mausoleo y contemplamos frente a frente su grandeza.

R. Christensen, osado donde los haya, decidió adentrarse en su interior haciendo caso omiso de mis advertencias, arrastrado a aquellos peligros por la curiosidad que le devoraba implacable. Fué la última vez que nos vimos. Aún le recuerdo, sonriente, adentrándose en el interior de aquel bello edificio, corriendo a toda velocidad para evitar el ataque de aquello que le pudiera acechar en sus entrañas.

En cuanto a mi, os puedo jurar que no conseguí seguirle. Nada más perderlo de vista, de entre los jardines que nos rodeaban, surgió un espectro de sanguinario aspecto que me persiguió implacable obligandome a abandonar aquellos parajes, y a mi recien conocido compañero. Aún me tiemblan las piernas cuando recuerdo aquellos ojos rojos, los harapos que envolvían cual sudario sus inexistentes miembros, y el odio que le parecía impulsar inexorablemente hacia mi persona...

(Esta fué la última etapa de mi viaje a las Indias. Tras esta aventura, tanto mis hombres como yo decidimos que era hora de retornar a nuestro hogar y disfrutar de un merecido descanso, con la única excepción de mi contramaestre, que eligió quedarse en Bombay hechizado por los negros y exóticos ojos de una joven hindú. Por lo que, tras aprovisionarnos convenientemente, ordene fijar el rumbo al oeste, de vuelta a nuestra lejana y añorada patria, llevando con nosotros el recuerdo de aquellas maravillas. Y el deseo en nuestros corazones de volver algún día a surcar aquellas aguas, e incluso más allá...)

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